
Cuando era niña, pasaba horas bajo la sombra del árbol del jardín. Mi madre decía que lo plantaron el día de su boda, apenas un brote delgado con pocas hojas, y con el tiempo creció hasta convertirse en una copa frondosa, tan grande y densa que, vista desde el balcón, parecía un corazón.
A mis años, lo miro diferente. Ya no es solo el árbol donde colgaba mis columpios o donde leía en las tardes de verano. Ahora veo en su tronco la historia de mis padres: las marcas de los años, las cicatrices de alguna tormenta, pero también la fuerza con la que se mantiene en pie. Ellos han construido su amor como quien cuida un árbol. Al principio, lo regaban con frecuencia, con gestos pequeños, miradas cómplices, cartas guardadas en cajones. Con el tiempo, aprendieron que no bastaba con el agua: hacía falta podar lo seco, dejar espacio para que creciera más fuerte.

Hubo inviernos duros. Lo noté en silencios largos en la mesa o en noches en que la casa parecía más fría de lo normal. Pero cada primavera, su amor reverdecía. Aprendieron a entenderse, como el árbol entiende la lluvia y el sol. Aprendieron a sostenerse sin asfixiarse, como las ramas que crecen juntas pero no se roban la luz.
Ahora, mientras el viento sacude las hojas en esa copa de corazón, pienso en lo que significa amar. No es solo el fuego de un primer brote, ni la euforia de un día soleado. Es la constancia de volver cada día, de cuidar sin ahogar, de dejar que el tiempo haga su trabajo sin olvidar que todo lo que crece necesita ser atendido.
Tal vez algún día plante mi propio árbol. Y, con suerte, tendré a alguien a mi lado que quiera verlo florecer conmigo.
