
La destitución de Francisco Javier García Pimienta era un secreto a voces. Ni los números, ni la imagen del equipo, ni la desconexión emocional con la grada permitían sostener por más tiempo una apuesta que, si bien generó algo de ilusión en verano, naufragó desde las primeras jornadas. Sin embargo, la decisión —más que previsible— no resuelve nada, y mucho menos limpia la conciencia de una junta directiva que lleva años conduciendo al Sevilla FC hacia un modelo institucional opaco, errático y profundamente alejado del sevillismo.
El nombramiento de Joaquín Caparrós como nuevo técnico es el último capítulo de una estrategia de manual: agitar el sentimiento para silenciar el análisis. El utrerano es, sin duda, uno de los grandes ídolos del sevillismo moderno. Nadie cuestiona su amor por el escudo, ni su papel en el renacimiento del club en los años 2000. Pero utilizar su figura como escudo para protegerse del aluvión de críticas roza lo vergonzoso. No es una apuesta deportiva: es una maniobra de distracción. Un anzuelo emocional en tiempos de crisis.
Desde hace tiempo, los despachos de Nervión se han convertido en un fortín donde se toman decisiones sin rumbo, sin consenso y sin rendición de cuentas. Se fichan entrenadores sin proyecto, se acumulan jugadores sin sentido táctico, y se desprecia sistemáticamente la opinión de una afición que solo pide coherencia. La llegada de Caparrós, en este contexto, no es una solución, es un síntoma.
El presidente y su junta vuelven a esconderse detrás de una figura carismática para no afrontar lo evidente: el problema del Sevilla FC está en los sillones de mando, no en el banquillo. Mientras no se tomen decisiones valientes en la cúpula, el club seguirá viviendo de gestos vacíos, de nostalgia mal entendida y de cortinas de humo que apenas tapan la podredumbre institucional.
Caparrós merece respeto, pero también merece honestidad. Usarlo como parapeto es no entender lo que representa. El sevillismo, por su parte, también debe despertar: el verdadero cambio no vendrá del banquillo, sino de exigir una nueva manera de gestionar este escudo. Y esa exigencia, más que nunca, debe ser firme, consciente y ruidosa. Porque ya no basta con creer. Hay que actuar.
