
Era una tarde de abril, de esas en las que el sol se filtra entre los edificios y dibuja sombras alargadas en el suelo. Caminaba sin prisa, con la mochila al hombro y los auriculares puestos, cuando algo atrapó mi atención: un libro, atrapado tras una reja oxidada.
Me detuve. Estaba ahí, entre el hierro y la pared de un viejo portal, como si alguien lo hubiera olvidado o, peor, como si hubiera intentado escapar y se hubiera quedado atascado. Me agaché y estiré la mano. La reja no cedía, pero el libro estaba al alcance de mis dedos. La portada era azul, con letras doradas medio borradas. Lo saqué con cuidado, como si temiera hacerle daño.
No tenía título visible, y sus páginas estaban amarillentas, con algunas dobladas en las esquinas. Lo abrí al azar. En la primera hoja, con tinta desvaída, alguien había escrito un nombre: “Para quien lo necesite”.
Sentí un escalofrío. No sabía si era por el misterio del hallazgo o porque, de alguna forma, sentí que ese mensaje era para mí. Me senté en un banco cercano y empecé a leer.
La historia hablaba de alguien que buscaba respuestas en los lugares más insospechados, alguien que encontraba señales en objetos olvidados. Como yo.
Seguí leyendo, olvidándome del tiempo, de los auriculares, del mundo. Al final de la última página, otro mensaje: “Si este libro llegó a ti, es porque es tuyo. Pero cuando dejes de necesitarlo, déjalo ir”.
Lo cerré despacio, sintiendo que acababa de descubrir algo que no podía explicarse con palabras.
Cuando me levanté, ya sabía lo que haría cuando terminara de leerlo por completo: lo dejaría en algún otro rincón de la ciudad, esperando a quien lo necesitara.
