
ACTO UNO
Un pequeño cervatillo albino había decidido dar un paseo esa misma mañana. Ni siquiera él, que había recorrido tantas veces los mismos senderos, sabía de la inmensidad de su bosque y aunque la aventura le aguardaba en cada rincón de ese hermoso paraíso, una idea de pronto lo asaltó, impulsada por sus sensibles papilas gustativas; posiblemente si salía de los alrededores, también encontraría esos escasos frutos rojos, delicia que se convertían en su obsesión.
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Caligrafía cursiva, cuidada, precisa. Mano temblorosa ante el pulcro lienzo en el que residen sus palabras, así como sus sueños y sus pesadillas. El monstruo escribe y describe con los ánimos por los suelos, y es por eso que su mano tiembla a medida que relata los pasos de su nueva creación, recae en él que sea bendecido o maldito. El monstruo derrama una lágrima de sangre, cuando relata la historia de amor que poseerá, así como de su fatal desenlace. Es cruel, sin límites, inescrupuloso. Cierra su libro encantado, y poco después, con las fuerzas que apenas alcanza a reunir, abandona su solitario recinto, donde todos sus amados libros duermen y respiran, y las paredes hacen oídos sordos de lo que ahí se ha creado, atentas a los acontecimientos. El monstruo narrador le ha dado una vida efímera a su más reciente creación.
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Sus territorios son conocidos por él casi a ciegas, ha optado jugar con Mayo, quien reposa sobre su lomo donde puede apreciarse la ausencia de sus lunares.
Ha subido a una empinada colina y lo lejos, algo roba su atención, observa un pulcro objeto, brillante que se balancea, parece querer invitarlo a buscarlo; recuerda que tiene de lejos, un parecido mucho mayor a los cerrojos de las puertas de madera.
Sin embargo, no hay presencia humana en ese lugar, por el contrario, es un objeto dorado que parece abandonado y cuelga de una frágil ramita. Su textura imita al sol y no duda en acercase pese a la advertencia de Mayo que le picotea el lomo. Esa pequeña campana le seduce, de lejos ha ignorado que se trata de una trampa.
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Desencantado aprecia el color del cielo impuesto en medio de las nubes. Allí sus ojos sangran por la crueldad que ha cometido. Sabe que obró mal, se arrepiente y corre hacia sus aposentos, ocultos entre una decoración de cuenta cuentos. En el libro se relata la historia que ha sido escrita, y él la modifica en el último momento. La creación caerá en una trampa en vez de en la muerte. Le da una oportunidad para vivir, y habrá para ello de urdir el destino. La pluma viaja con soltura, las palabras bailan en el aire; mas el monstruo de mil ojos se lamenta ante una nueva maldición ocular que nace en su nocturno lomo. Mil ojos parpadean, y observan la historia parpadeando. El ser aguarda el momento. Sale de su bosque nocturno y colma el suelo del bosque de luz con sus pasos.
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El joven ciervo abrazó la posibilidad de tomar ese objeto que había ya robado toda su atención. Movió la colita en respuesta ante la emoción que experimentaba al percibir un objeto desconocido.
La emoción no se hizo esperar, cuando la campana se balanceó por sus movimientos, seguramente logró escucharse un tintinear pero debido a su incapacidad para apreciar los sonidos, Mayo, su fiel guardiana, ya revoloteaba contra el jovencito quien parecía abstraído por esa extraña versión de un sol en miniatura.
Con la nariz húmeda, se aseguró de mantener esa información cercana, si no se comía, entonces seguramente era un objeto que tomaría para añadirlo directo a su amplia colección de tesoros.
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En los límites se encuentra, donde luz y oscuridad se besan. Cada una vive en sus dominios por igual. Cuando invade la luz sus ojos se cierran. Está a la deriva, mas así lo busca, así se deja guiar por el sonido que emite la campana. Así lo escrito, desea conocerle. Sus pisadas dejan un rastro en los dominios de la luz, y mientras más se adentra, mas ansía lo que sucederá. El encuentro. Mas no es el único que persigue la luz de la criatura, sabe desde lejos se acerca arrastrándose. Sabe que por esa presencia caerá.
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La campana ya no es una gota rígida que es seducida por la fuerza de gravedad, ahora comienza a bailar, a generar una música quizá no es audible para el joven cervatillo, pero sí es un paraíso ante sus ojos. Salta emocionado por la luz que refleja y con la confianza suficiente comienza a jalar el cordel de donde se sostiene para liberarla.
Mayo ha renunciado a hacerlo entender con sus advertencias, pero no por ello deja de observar a los alrededores intentando apreciar el sonido que el más pequeño no es capaz de oír.
Lya está emocionado ha optado por morder directamente y jalar ese elástico que considera tan divertido pero que impide tomar directamente su tesoro.
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No es el único pues alguien más le acecha. El monstruo lo sabe, porque ha creado también a ese ser, envuelto de oscuridad. Mancillará la luz del cervatillo si lo atrapa. Es una criatura nacida de su imaginación y por ende peligrosa.
El monstruo se apresura, pues sabe que la criatura ha sido atraída también por el sonido de la campana. Pierde el aliento al presenciar desde lejos que la criatura se enreda en torno al cervatillo, aprovechando su distracción. Es oscura, con protuberancias de colores y brazos alargados. Lo ha atrapado, y comienza a arrastrarlo a envolverlo.
El monstruo sin nombre corre hacia él, sabe que así, lo conocerá, porque de otro modo se escaparía, y ni siquiera eso le daría oportunidad de admirar sus ojos o su blanca figura. Debe apresurarse, y mientras pisa el suelo bañado en luz lo marchita.
Ha sido cruel, y lo seguirá siendo, pues su corazón no ha conocido el amor verdadero. La criatura es una parte de él y se ha creado el primer encuentro.
Ambas criaturas enfrentan la magia del ciervo, uno a través de su tacto y otro a través de su visión. El monstruo intercepta al ciervo y a la criatura, ambos siendo uno mismo, pues la criatura ha envuelto al ciervo de un líquido negro parecido a la brea y ha comenzado a adoptar la forma de una jaula. El monstruo sin nombre aguarda acaricia en medio de ese suceso a la criatura, y percibe su inocencia. Es un encuentro al que alteró, porque de otra manera, la criatura moriría ese día, por otras circunstancias.
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La luz del bosque se había desvanecido ante sus ojos para después perecer ante una densa oscuridad, como si la hora del descanso hubiese llegado sin ninguna anticipación.
Sus ojos se cerraron, el cuerpo lo sintió adormilado y lo último que vio fue el reflejo de aquel objeto brillante que ansiaba atesorar entre sus manos, no sabía que precisamente por esa pequeña campana, reflejo de su descuido y su innata curiosidad había perdido lo que más celosamente cuidaba: su libertad.
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Sus dedos tocan la campana, el monstruo la guarda; la desea obsequiar a ese ciervo que ha caído en las garras de la oscuridad. La criatura se mueve a su lado cuando camina, desea transportarlo a un lugar acogedor para el reposo de la inocencia misma. La campana tintinea, conforme los colores en la negrura se intensifican.
Ambos están felices. Tienen lo que siempre pidieron. Lo que siempre anhelaron. Mas el escritor sabe que ha pecado, y no se arrepiente. Sabe que ha obrado mal, debe irse con cuidado. Ha cometido el tabú de tabúes. Lo depositan en una camita de flores, y allí le acarician, una caricia que se permiten y les quema.
La oscuridad gobierna, el pecado cometido también, quizá para embellecer esos días solitarios. La criatura cuida al inocente, y lo toca con sus tentáculos. El escritor le dibuja y escribe para él una carta de bienvenida. Deja un poco de frutos deliciosos, habiéndolo instalado en sus dominios. Lunas sangrientas bañan los cielos y alumbra la silueta durmiente. El monstruo lo ha hecho, ha escrito lo que se ha hecho realidad.
