Heme aquí, alumbrado por el fuego fatuo que enlaza mis ojos ciegos con la más inminente de las leyendas. Sé bien que he tardado en acudir a verte pero, mi doncella, siempre te he soñado. Y si bien no todas las fantasías se pueden cumplir para nosotros dos, ansío que me lo cuentes todo. Tanto lo que ha acontecido como lo que no, en este grano de arena hecho universo; aquí en donde sé que puedo soñarte, perfecta. Eres mía y yo soy tu más devoto siervo. Uno que te ha amado desde la más dulce de las cunas; desde el comienzo de mi existencia.
¿Se puede hallar más placer en ti que en el arte de tejer la providencia de las cosas? ¿En la hermosura de tu nombre? ¿O en saberte mía por los bosquejos de tus besos, esos que sólo tú puedes otorgarme dentro de mi siniestra morada? Sabes todas y cada una de las respuestas, amada mía.
Me tienes aquí, aguardándote, seguramente risueña, con tus formas calmadas; tan de ayer, de hoy y de mañana, conforme mis dedos se vanaglorian por tus ásperos dones de magnífica eficiencia.
Yo, el Aqran’jauthra, tu guardián, tu amante, tu vida entera, tejo el primer indicio de tu grandeza entre los cuerpos de quienes son los próximos en nacer. Porque buscas de entre ellos, con tus negros hilos, al próximo que te asistirá; tu heredero. A ti, Sudujaerio, mi reina, dueña de mi vida, es en este telar que te visto, como tantas veces. Te he visto danzar, escribir, dibujar, cantar; y nos hemos amado. Soy el instrumento de tu vida, la gracia de tu ira, la espuma de tu estampa hecha aparición. Y tú eres los velos que protegen a las cunas de quienes son creados por y para ti. Me recuerdas al incienso que flota en sus habitaciones; a la remembranza de ser amamantado por la curva de tus senos.
¿Contemplas como tus flores manan de ellos? Tu austera vigilia da paso a las palabras que no olvidarán hasta tanto hallen la razón de sus sentidos; nuestros sueños y secretos.
Así, te tejo como siempre he tejido cada una de tus formas: como princesa, gitana, bruja y hada. Lo hago viéndote como a esa amiga y confidente que busca el pregonar de sus días, tardes y noches. Soy el furtivo amante de tus historias, a fin de cuentas. ¿Sabrá el resto lo que yo? Sé que demuestras más amor del que se puede necesitar. ¿Les darás a nuestros hijos el mismo don misericordioso, ya desde la cuna?
Habla ahora o calla para siempre, amada mía.
Entonces, mi bienhablada, mi paz, mi perdón hecho musa, desde el telar en el que empleo toda la vastedad de mis embrujos, renombras el torrente de ideas que asoman desde tus fragmentadas cabezas, ya coronadas por alas prodigiosas y fulgurantes espinas. Meditas esta vez y me arrullas entre tus pechos, de los cuales bebo el néctar de la sabiduría, ese que siempre me ofreces, aunque yo no lo quiera. Lo necesito; lo necesito para poder ver (como lo haces tú) ese mundo de gardenias en el que amanecemos.
Tus desoladas garras se encuentran con mis moribundos dedos, que danzan sobre la noche de tus grasientos cabellos y la nieve de tu piel; por las afrentas de tus mareas y nobles espejismos. Todo lo hacemos siguiendo el ritmo de un vals lleno de osadías. Me observas con el yugo de tu alborada; me riegas con las afluentes de tu historia. Y, en consecuencia, debo derramarme sobre ti, a cada paso.
Mi tafetán, mi seda, mi terciopelo. Cobíjame con la grácil historia que tienes para mí.
Revélate. Enfréntame. Enfréntanos a todos. Hazlo sólo si así consigues el perdón de tus pecados; yo, el Aqran’jauthra, te lo pido solemnemente.
“¿Qué lugar te parió, Blemi’zujria? ¿Quién lo hizo? ¿No eres tú la monstruosa soledad que crece en cada uno de nosotros? ¿No acompañas nuestras vidas hasta que estas se apagan para siempre? ¿No nos haces arrodillar en busca de la más perpetua clemencia? Instándonos a invocar a la Misericordia. Por favor, tenla sobre nosotros. Eres el anhelo mismo hecho hembra. La más gloriosa de las ofrendas reveladas.
Tú.
Y sólo tú.
Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria. Eres Blemi’zujria.
Eres mi Blemi’zujria”.
Eres toda emoción y sentimiento hechos música.
Sólo así, hallándole un sentido a mis ruegos, me revelas tu secreto; desde el telar. En los entretejidos en los que ahora te dispones a hablarme. Eterna. Tanto como la más dulce de las niñas.
Me revelas que apenas eres una imagen, una idea, un símbolo, un pensamiento concebido desde el interior de un vientre fértil. El de un ser carente de nombre. Un ser… ¿Un ser? ¡Un ser! Sin ojos que puedan lamer las heridas que dejas regadas, como lunares de estrellas, en cada cuerpo al que te entregas de forma maravillosa. Sin boca a la que se le pueda impedir contemplar las dádivas que llegaras a entonar, entre los más gemebundos de tus arrullos, hechos inocencia. Y sin una lengua que escudase las afluentes eternas de la devastación, representante de tu belleza. Aún presente, aún ausente, serías poderosa. Nacida de Él. Nacida de Ella. Nacida para ser aguamiel y paraíso.
Eres parte de un dios madre que vive para sentirte dibujarse en una luminaria discreta e indiscreta. En la símil alborada que te encierra, a ti, y al Amor mismo, para que no carcoman todo lo que en un punto habrá de ser carcomido, sólo si llegaran a ser redimidos los más altos de los dones de la canción de la vida. Sólo tú. Tú, que te ataste a cuatro universos a través de los cantantes más excelsos. Cuatro que se cubrieron de ti, además de todos nosotros que somos sus hijos. Porque a ellos se les impidió sentir, y ni siquiera en el más dócil de sus sueños pudieron llegar a imaginar a un salvador que los venerara como yo te reverencio. Porque así te percibo: como la más retorcida de las amantes.
La secuencia en la que me envuelves es esperanzadora. Eterniza las ofrendas, hechas oraciones, que me repartes con tus colores; de nieve viva, de fuego destellante, ese que rasga los desolados muros de la cueva en la que habito. Conversas conmigo. Me cuentas tantas cosas entre candores y nieblas. Me arrullas con el tul de tu beatitud femenina.
Los colores afloran de ti y pigmentan el telar en el que te abrazo. Con él, recuerdo el cómo acudí a ti y me hice uno contigo. Y, ellos (los colores, digo) magentas, dorados, parduzcos, de aguamarina, verdes y amarillos, viajan a ti a través de mis dedos y cubren tu desnudez. Entonces es cuando tú te atreves a construir una canción de cuna en forma de sagrados mantos de tierna usanza. A través de mí y de mis manos o de mi cuerpo. De esa corporeidad que derramo en cada espacio y en cada roce en el que te jactas de ser mía.
Así y sólo así, construyo lo que engalanarán a nuestros retoños. Cuando los imagino, debo confesarlo, me enternezco por una nostalgia que invade al más fiel de tus vasallos desde el fondo de mi corazón, que también es tuyo. Y recuerdo, entonces, la canción por la que te conocí. Y vuelvo a preguntarme, como si se tratara de un estribillo, amada mía…
¿Cómo fue que te conocí? Era apenas un niño. Fue la primera vez que moví las colgantes envolturas de seda que escondían a los cuerpos de quienes venían a verme para descansar eternamente después de una vida de quebrantos. De ellos, los desgraciados, extraía de vez en vez, de tanto en tanto, la exquisita cerda de mi obra: era un misario. Un seise de los cuatro cantantes mesiánicos a los que tú mantenías en vilo. Un oráculo de canciones que no había sido desmembrado. Yo no había tenido la suerte de los otros; era demasiado puro y hermoso para ser lastimado.
Entonces, fui bendecido por ti. Caíste entre mis manos como entre gala presea, como una ostia, cuando ellos cuatro te cantaron; cuando otros tantos te escucharon; y cuando muchos más nacieron. Mis manos quedaron impregnadas de tu aroma, tu ternura, y tu porte. Recuerdo haberme visto reflejado en ti cuando detallé en tus formas hechas juramento la salvación, el sello de mi destino.
Y contemplé tu rostro.
Eras delicada.
Nada más que soledad.