
La luna no se distinguía del sol.
Quizás sea una noche fría de marzo.
Una luz tenue bosqueja en los rincones de los desfiladeros vacíos.
Las aldeas, los edificios gubernamentales, aparentan estar abandonados.
Inmensa desolación.
Por radio Nacional anuncian que la superficie terrestre comenzó la traslación de los dioses.
Los océanos iniciaron sus tutelas, el Pacifico irrumpe sin respeto el viejo territorio chileno.
El Atlántico se apropia de las tierras penínsulares que por mil novecientos pertenecía a Bahía Blanca.
Porciones de tierra en declive, divididas por el mar.
Europa, Oceanía, Asia y gran parte de América son inexistentes.
El locutor de la emisora recomienda a los escasos sobrevivientes no salir de sus hogares.
Los comentarios y la desesperación abruman la mente, unas pocas personas han visto almas solitarias deambulando túneles formados entre las aguas, las que son invadidas por seres lunáticos. Su cabeza es la luna, su torso el sol. Desde allí expulsan fuego pulverizando a todo ser vivo que encuentren.
Otros han visto brotar de las ramas, de los escasos árboles supervivientes, gusanos de seda que en ese preciso instante en que hacen contacto con el aire mutan en roedores hambrientos de carne humana.
De mis padres y hermano hace tiempo que no tengo noticias. La última información fue hace tres semanas. A la falta de agua potable, luz y gas se suma la escasez de alimentos y la inundación que llega hasta las rodillas.
De Fernanda supe algo hace unos días. Varios compañeros de oficina se ahogaron intentando regresar a sus hogares.
A partir de hoy me encuentro solo; horas atrás mí compañía era Tom, un gato que estoy guisando con la última bolsa de arroz rescatada en los rincones perdidos de la alacena.
